En el colegio, la geometría me ofrecía la ilusión de la certeza, un mundo en el que todas las respuestas encajaban perfectamente. Pero esa comodidad de las respuestas «correctas» me parece ahora una especie de confinamiento. Cuando le pregunté a un alumno cuántas puertas había en una página en blanco, me contestó «tres» y las dibujó rápidamente, una respuesta que puso en tela de juicio mi propia concepción rígida de lo que es posible en un espacio definido.
Recientemente he estado enseñando formas durante mis clases de inglés. Mientras mis alumnos cuentan los vértices, aristas y caras de los cubos, mientras repasamos sin cesar los cilindros, me pregunto: ¿qué aristas y vértices dan forma a mi vida? ¿Cuántos planos que se cruzan definen quién soy aquí y ahora?
Las aristas me parecen más interesantes que las caras solas, en los cubos o en cualquier otro lugar. Los vértices, donde confluyen dos o más aristas, son aún más fascinantes que las aristas. Es entonces cuando el lenguaje se convierte en una serie de opciones entre las que elegir, no limitarse. Las personas que se encuentran en estas intersecciones de la lengua y la cultura tienen más intersecciones a su alcance en todo momento.
¿Y si nos quedáramos más tiempo en estos vértices, en estas intersecciones donde chocan ideas y culturas?
Al fin y al cabo, una encrucijada concurrida siempre encierra más interés que un simple tramo de carretera.
¿Qué se combina?